Vestirnos no es solo cubrir el cuerpo: es habitar el mundo.
Cada prenda que elegimos, cada textura que roza nuestra piel, dice algo de nosotres, pero también del planeta que pisamos. En ese acto íntimo y cotidiano del vestir, llevamos historias, geografías, materias primas, manos ajenas que cosen en silencio.
Hoy, en el Día de la Tierra, volvemos a mirar ese vínculo entre moda y planeta. Y la escena no es alentadora. El fast fashion –esa maquinaria veloz que fabrica deseo desechable– sigue produciendo sin pausa, ignorando los límites del ecosistema. Las estadísticas gritan: toneladas de ropa descartada, ríos teñidos con químicos, aire contaminado por fibras sintéticas. El precio de lo “barato” lo paga la Tierra.
La sostenibilidad, en este contexto, aparece flaca, usada, vacía. Se repite como eslogan, pero pocas veces se encarna. Porque no se trata solo de materiales reciclados o etiquetas verdes: se trata de ritmo, de escala, de deseo. ¿Para qué y para quién se produce tanto?
¿Hay esperanza? Sí. En quienes eligen menos, pero mejor. En quienes reparan, heredan, intercambian. En quienes vuelven al oficio y dignifican el hacer textil. En cada pregunta que incomoda: ¿lo necesito? ¿quién lo hizo? ¿cuánto durará esto?
Pero el tiempo no espera. No hay planeta B.
Y tal vez no alcanza con preguntarse quién hizo mi prenda.
Tal vez haga falta mirar más hondo: interesarnos por el trabajo del otro, por sus condiciones, por el entramado humano detrás de cada costura.
Preguntarnos si estamos tomando conciencia o si simplemente estamos vistiendo otra moda. Vestirnos también es una forma de habitar.
Quizás sea tiempo de habitar con más cuidado. Con más respeto. Con más memoria. Porque la Tierra no es tendencia. Es hogar.