Cuando el Papa Francisco asumió el papado, la mirada de todos estaba puesta en cómo se presentaría, qué elegiría para vestir, qué símbolos llevaría consigo. La tradición dictaba que los zapatos rojos, solemnes y brillantes, acompañaran sus pasos como signo de poder eclesiástico. Pero él, siempre fiel a su esencia, tomó una decisión que trascendería los protocolos.
En lugar de seguir la costumbre, el Papa Francisco eligió calzar unos zapatos negros, simples, sin estridencias. Eran zapatos que no imponían, que no gritaban autoridad, sino que susurraban cercanía. A través de ellos, comenzó a construir su propio lenguaje: no el de un hombre vestido de poder, sino el de un hombre vestido de humildad, que caminaba junto a su pueblo.
No eran solo zapatos. Eran una declaración. Fabricados por un viejo amigo zapatero del barrio de Once, esos zapatos hablaron más que muchas homilías. Y no solo pisaron los pasillos del Vaticano, también encabezaron luchas globales. En 2015, cuando la Cumbre Climática de París coincidió con el dolor de los atentados, la marcha por el cambio climático fue reemplazada por una instalación de miles de pares de zapatos. Entre ellos, brillaban —no por su lujo, sino por su simbolismo— los zapatos del Papa Francisco, enviados especialmente para representar su compromiso con el planeta. En una plaza silenciosa, su calzado habló de justicia, de cuidado, de futuro.
Hoy, al recordarlo, esos zapatos siguen presentes. No como una reliquia, sino como una metáfora viva: de caminar cerca, de mirar a los ojos, de no olvidar nunca el suelo que se pisa. En tiempos donde todo parece correr, Francisco eligió andar. Y al andar, nos enseñó que a veces el gesto más simple —como un par de zapatos negros— puede convertirse en la huella más profunda.