Por recomendación de una amiga vi La hermanastra fea el fin de semana. No sabía muy bien qué esperar, solo que hablaba de belleza, de deseo y de algo oscuro que se esconde detrás de eso. Una versión de Cenicienta pero contada desde otra mirada. Me encontré con una historia incómoda: una mujer que intenta encajar, volverse bella, ser amada. Todo bajo una promesa que conocemos demasiado: la del amor romántico como salvación. Pero detrás de esa promesa no hay libertad, hay propiedad. Ser de alguien, pertenecerle a un príncipe, a un hombre, al ideal.

Lo que más me impactó fue la forma en que la película muestra ese mandato a través del cuerpo. Cada intento de volverse más bella la desfigura un poco más. La cirugía, el maquillaje, la imitación. Sin dudas, la belleza como violencia estética en su máxima expresión.

La ficción no hace más que copiar al mundo. A mediados del siglo XX, miles de mujeres usaron el Corrector de Nariz M. Trilety: un aparato metálico con tornillos que prometía “modelar” la nariz perfecta a fuerza de presión. Más de cien mil personas lo compraron. No era un invento marginal ni un fetiche extraño: era una tendencia. El monstruo no estaba en el espejo, sino en el mandato de encajar a cualquier costo. La película muestra una tortura estética que parece exagerada, pero la historia demuestra que estuvo —y está— más cerca de lo real de lo que queremos admitir.

Y lo más inquietante es que no hace falta retroceder ochenta años para encontrar estos artefactos. Hoy, en cualquier tienda online, aparecen “moldeadores de nariz» que prometen afinar, levantar o corregir el perfil sin cirugía. Son clips de plástico, ganchos de silicona, pequeñas prótesis que se sostienen por presión. Los venden como accesorios inofensivos, casi lúdicos, pero su lógica es la misma: un cuerpo que debe ajustarse a una forma ideal. El mandato de corregir la cara no desapareció; solo cambió de packaging. Esa estética del dolor suave, rosa y portátil, confirma que la violencia estética sigue ahí, apenas disimulada bajo tonos pasteles.

Y mirando la película pensaba en lo feo y la moda. En cómo, al igual que en el cine, el terror, eso que incomoda puede convertirse en un lenguaje. La pasarela no está tan lejos del espejo: cuerpos que buscan encajar, reglas que imponen estándares imposibles.

Y es a través de ese lenguaje que a veces la fealdad deja de ser castigo y se vuelve provocación. “Lo feo es atractivo, lo feo es emocionante”, dijo Miuccia Prada. Esta frase no era provocación: era programa estético. Ya en 1988, Prada había mostrado su primera colección de prêt-à-porter femenina utilizando colores » antiglamour», telas militares y siluetas duras. No glorificaba el uniforme: lo subvertía. Usaba lo que se consideraba feo para cuestionar las expectativas del buen gusto y del cuerpo femenino “correcto”. Ahí nació su “ugly chic”: no como un gesto irónico, sino como una forma intelectual de romper la belleza dócil y mostrar que la moda también puede incomodar, pensar y provocar.

 

Umberto Eco escribió alguna vez que la fealdad solo puede existir frente a un ideal de belleza. Es decir: lo feo no es un accidente, sino una decisión cultural. Alguien, en algún momento, dijo “esto no”. Y ese “no” ordenó siglos de cuerpos, rostros y deseos. Lo feo, entonces, no es solo estético: es político.

Y cuando ese “no” cae sobre lo femenino, se vuelve castigo. En Brujas, diosas y vampiresas, Susana Castellanos muestra cómo lo femenino fue empujado al territorio del miedo: la mujer vieja, la deseante, la que no encaja. La que no obedece. La mujer libre fue llamada monstruo. No por su aspecto, sino por su autonomía.

Pienso en una frase de Mariana Enriquez: “Al terror le gusta encontrarnos justo en el lugar donde nos creíamos casi invulnerables.” El espejo es uno de esos lugares. Y la moda también. Ambos nos devuelven imágenes que duelen un poco: la del tiempo, la de la carne que no se ajusta, la de la belleza que no encaja.

Mark Fisher decía que lo raro y lo espeluznante son formas de lo estético: aquello que descoloca, que no debería estar ahí y, sin embargo, está. La hermanastra fea y ciertas pasarelas comparten esa incomodidad. Ambas rompen el reflejo, hacen visible la grieta. En ese resquicio, lo feo deja de ser ausencia de belleza y se convierte en su sombra más sincera.

El terror, la moda y la fealdad se cruzan en el mismo espejo: ese donde la imagen tiembla antes de devolvernos la mirada. Lo feo no asusta: lo que asusta es darnos cuenta de que, sin eso, la belleza se queda vacía.

 

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