Pase mucho tiempo diciendo que iba a empezar la dieta (las miles de dietas que me recomendaban/contaban/sugerían/imponían), y a veces incluso las empezaba, nunca fue una decisión real o una necesidad (sí surgía el deseo de hacerlas como una respuesta a la presión ajena, o como un consuelo frente a ciertos rechazos).
Tengo en mi entorno personas que hace 30 años viven en una dieta, gente que, aun habiendo enfermado por hacer dieta, siguen negando la gravedad de las mismas. Veo como está metida hasta los huesos la cultura de la dieta, mucha gente come con culpa o
escudándose en que ese helado es un permitido o en que esa cerveza es sólo por ser sábado o que esa pizza con doble queso es la última porque el lunes si o si se arranca.
En esta cultura todo gira en torno a dietas (para desintoxicar, bajar de peso, aumentar musculatura, mejorar el pelo, optimizar la concentración, atenuar varices, hasta para conductas asociadas a discapacidades, hay dietas), es como el «cura-todo» que muchas
veces, la gran mayoría de las veces se emplea mal, porque cualquiera diría que automedicarse es nocivo, pero hacer dieta, la que sea (de influencers, de YouTube o de revista de moda), está bastante bien visto.
Salir del halo demandante de la dieta para crear hábitos propios de alimentación que sean satisfactorios y acordes a las posibilidades económicas, sociales y contextuales, es un desafío para el que no nos educan.
Comer es un acto simple, humano, casi un privilegio, no lo convirtamos en una conducta mediada por la hegemonía corporal.
En tanto caos estético y económico, comer en paz, es un acto de amor propio y dejar comer en paz es un acto de amor por les otres.